Estados Unidos finalmente consiguió lo que tanto habían anhelado. El país que inventó el juego de pelota había tenido más contratiempos que alegrías en las primeras tres ediciones del Clásico Mundial de Béisbol.
En 2006, los norteamericanos no figuraron entre los cuatro semifinalistas, mientras que en el 2009 llegaron cuartos, por detrás de Japón, Corea del Sur (finalistas) y Venezuela. En 2013, con un plantel plagado de estrellas, volvieron a fracasar y a quedarse en rondas previas, por lo que la espinita que tenían con este torneo era del tamaño de la Estatua de la Libertad.
Pero si algo tienen los estadounidenses es que son tozudos, obstinados y que buscan ser los mejores siempre, en todo. Y este año lo lograron. El conjunto de las barras y las estrellas combinó una buena organización, estrellas en cada una de sus posiciones y una dirección de altura (sacaron del retiro al exitoso Jim Leyland), para poder llevarse la corona que les había sido esquiva una y otra vez.
En frente tenían al equipo sensación del torneo. Puerto Rico llegó a la final como una locomotora, arrazando a cada uno de los equipos a los que había enfrentado (incluyendo a la novena de los Estados Unidos) y con una gran confianza. Los boricuas no querían volver a quedarse a las puertas del título por segundo Clásico consecutivo (fueron finalistas y cayeron derrotados ante la República Dominicana en 2013), y esta vez se veían como un equipo compacto, hecho para ganar.
Pero lamentablemente para ellos, la pelota es redonda y da muchas vueltas. Seth Lugo, uno de los mejores lanzadores del torneo, fue el encargado de tomar la pelota por Puerto Rico, mientras que Marcus Stroman, cuyo último recuerdo fue su salida ante los caribeños, en la cual lo recibieron con seis indiscutibles para abrir el compromiso, fue el enviado a la lomita para neutralizar los bates de Puerto Rico, y vaya que lo hizo.
Tras un par de entradas bastante parejas, Estados Unidos pudo abrir la lata en la tercera entrada. Jonathan Lucroy inició el episodio con indiscutible y de manera inmediata Ian Kinsler sacudió un largo cuadrangular para darle la ventaja inicial a los norteamericanos.
El propio Kinsler volvió a encender la mecha de la ofensiva yanqui en la quinta entrada al iniciar esa entrada con indiscutible. El segunda base de los Tigres de Detroit anotaría en carrera con sencillo de Christian Yelich, uno de los mejores bateadores de los americanos en el torneo, quien a su vez sería llevado al plato por Andrew McCutchen.
Mientras tanto, Marcus Stroman seguía silenciando uno tras otro a los bates de Puerto Rico. Una ofensiva alegre, inteligente, con experiencia y con velocidad, se vio maniatada por el lanzador de los Azulejos de Toronto (de madre puertorriqueña), quien se quedó muy cerca de cerrar el Clásico Mundial de Béisbol con una actuación para la historia.
Estados Unidos, quienes tuvieron siempre en mente la capacidad de reacción de Puerto Rico, nunca dejaron de atacar y volvieron a atacar en el séptimo episodio con tres rayitas anotadas en los pies de Nolan Arenado, Eric Hosmer y McCutchen.
El propio jugador de los Piratas de Pittsburgh, quien busca un renacer en su carrera tras un 2016 bastante flojo, se encargó de impulsar una nueva carrera en el octavo episodio para poner cifras definitivas al compromiso.
La actuación “perfecta” de Stroman (quien se llevó el galardón a Jugador Más Valioso de la final), y un cuerpo monticular (Sam Dyson, Pat Neshek y David Robertson), que se mostró hermético, se encargaron de liquidar el compromiso y ponerle punto y final a las aspiraciones puertorriqueñas, quienes se volvieron a quedar a la orilla del campeonato mundial.
Estados Unidos agrega así su nombre a los de Japón, en dos oportunidades, y la República Dominicana, como los tres únicos países que han logrado proclamarse campeones del Clásico Mundial de Béisbol.
Así, tras una última jornada soñada, el Clásico Mundial de Béisbol cerró más de dos semanas de intensa acción, dejando actuaciones memorables, momentos inolvidables y algunas decepciones en el camino. Pero sin lugar a dudas, dejó la certeza, sobre todo para los detractores del evento, que aún quedan muchas páginas por escribir en la historia del torneo.